Niños que pegan, niños que no se sienten amados

Niños agresivosEs necesario que nos pongamos en su piel, la de unas criaturas que no consiguen comunicar con palabras comprensibles a nuestros oídos que no reciben lo que necesitan. Ofrecerles tiempo y el calor de nuestros brazos es la tarea pendiente.

Los niños no nacen agresivos. Los niños no son naturalmente violentos, ni maleducados, ni coléricos ni irrespetuosos. Tampoco es verdad que los niños sean más agresivos que las niñas, ni que haya edades en que sea «normal» que se relacionen violentamente con los demás. No. Sencillamente todos los niños pequeños reaccionan a su entorno en un modo semejante a como han sido y son tratados.

El tema de la agresividad es difícil de abordar, en primer lugar porque cada uno de los adultos tenemos niveles de tolerancia muy diferentes respecto a las actitudes provocadoras de los demás. Lo que un individuo considera irrespetuoso otro piensa que es una nimiedad, ya que depende de las experiencias vitales de cada uno. Sin embargo, tomaremos el concepto de violencia cuando un niño lastima a otro. El daño puede ser provocado a través de golpes o insultos, aunque también habrá que tomar en cuenta los ataques menos visibles, como la humillación, el desprecio o la indiferencia, modos más sutiles, pero no menos desestabilizadores, que terminan igualmente hiriendo al otro.

¿Qué es lo que provoca que un niño necesite golpear o lastimar a otro? La desesperación. La exasperación por ser amado y tenido en cuenta según sus necesidades bien personales. ¿Acaso el niño pegador es aquél que no es amado? En realidad, sus padres lo aman, pero él no se siente amado, que son dos cosas muy distintas. Antes de desestimar estas ideas y de defendernos a nosotros mismos vociferando que sí amamos a nuestros hijos, hagamos un esfuerzo por pensar este amor, este vínculo que nos une, desde el punto de vista del niño pequeño.

Imaginar sus emociones

Situarnos en el lugar del otro es muy complejo, sobre todo porque en estos casos no tenemos recuerdos conscientes de cómo era vivir en el cuerpo de un bebé. Tendremos que imaginarnos sin ninguna autonomía, sin lenguaje verbal para explicar lo que necesitamos, absolutamente dependientes de los cuidados maternos, con hambre por momentos, con miedo en otros, con ansiedad, con impulsos vitales de supervivencia que no podemos manejar.

Cuando somos bebés y niños pequeños esperamos recibir los cuidados y el confort físico y afectivo que nos resultan indispensables para sentirnos bien. Tenemos la experiencia reciente de la vida intrauterina, por lo tanto es totalmente lógico que pretendamos cierto nivel de bienestar.

Pero cuando no lo obtenemos, cuando la espera duele, cuando el hambre aumenta hasta convertirse en sufrimiento, cuando la soledad lastima, cuando lloramos sin que nadie acuda, cuando el cuerpo está flotando en un vacío desgarrador, cuando nadie nos toca ni nos acaricia, cuando no somos acunados ni escuchamos melodías susurrantes; aparece la desesperación por obtener los cuidados mínimos y necesarios para sentirnos bien, es decir, para desarrollarnos saludablemente y crecer. Entonces reaccionamos. Hacemos lo que podemos con nuestros magros recursos. Pedimos auxilio a gritos. Escupimos. Mordemos. Pegamos. Incluso si sólo tenemos seis meses y todavía no somos capaces de desplazarnos por nuestros propios medios.

El castigo es la soledad

¿Qué sucede luego? Algo bastante peor de lo que esperábamos. Los adultos a su vez reaccionan a causa de nuestras conductas desesperadas, enfadándose y dejándonos cada vez más aislados. Nos acusan de ser niños malos, egoístas o maleducados. Nos castigan. Nos quitan lo poco que habíamos obtenido. Nos dejan aún más solos. Nos obligan a permanecer en nuestras habitaciones en medio de un silencio devorador. Algunas veces incluso nos pegan, pero la paliza no nos duele tanto como la soledad. Finalmente nos damos cuenta de que nadie ha escuchado nuestros reclamos, que estamos solos y perdidos. Que somos demasiado pequeños. Que no contamos con otras herramientas, y que simplemente tenemos la certeza, de un modo visceral, que no obtenemos aquello que necesitamos. No sabemos qué hacer. La exasperación por recibir cuidados amorosos nos enloquece, nos ciega, nos llena de furia y de impotencia. Entonces surge de nuestras entrañas la necesidad de pegar aún más fuerte, más velozmente y más inteligentemente. Necesitamos afinar nuestras estrategias. Si no pegamos, si no expresamos vitalmente esto que nos pasa, moriremos en el vacío de nuestra soledad. Es lo único que podemos hacer, incluso si sabemos que luego seremos cada vez más brutalmente castigados.

Con el tiempo vamos aprendiendo que, dentro del castigo, al menos logramos tener una existencia plena y concreta en las emociones de los adultos que nos crían. Cuando nos castigan, nos ven. Estamos presentes. Tenemos una entidad, aunque sea dentro del enfado de los mayores. Nos hablan, nos gritan, nos acusan; es verdad. Pero en esas circunstancias estamos existiendo para ellos, y esa existencia es motivo suficiente para saber que en la medida que sigamos golpeando, pegando o dando patadas, estamos presentes en el interés de los adultos. No es un amor amoroso pero es amor. Para confirmarlo, alguna vez dejamos de pegar, constatando que inmediatamente desaparecemos a los ojos del adulto. Luego volvemos a pegar y, mágicamente, volvemos a existir. Ya no caben dudas, es la mejor manera que hemos encontrado para ser tenidos en cuenta.

Una revisión sincera de prioridades

Pensándolo así, desde el punto de vista de los adultos, ¿vale la pena castigar a un niño que pega? ¿Sirve imponerle una penitencia? ¿Da resultados que lo sometamos a largos discursos sobre la buena educación? Ahora bien, ¿acaso es pertinente no hacer nada, suponiendo que va a madurar solo y que aprenderá con el tiempo? No. Ni lo uno ni lo otro. Porque en ambos casos el niño permanece solo y, en consecuencia, cada vez más desesperado por obtener la mirada, comprensión y presencia. No modificaremos sus actitudes si lo aislamos o abandonamos.

¿Que hacemos entonces? Pues estaremos obligados a reconocer cuántas veces el bebé o el niño pequeño nos ha pedido presencia y no hemos sido capaces de responder. Tendremos que constatar y tomar en cuenta los pedidos de presencia, de tiempo, de observación, de quietud o de silencio que el niño ha demandado sin éxito. Será necesario revisar dónde hemos puesto nuestras prioridades, cuáles son las situaciones que atendemos en primer lugar, cada día, cada noche, cada sábado, cada domingo, cada mañana, cada tarde, cada instante de nuestra vida. La tarea será sincerarse, y en lugar de echar la culpa a algo o a alguien, tratar de ver qué es lo que sí estamos en condiciones de ofrecer.

Un ejercicio interesante y revelador es escribir una lista de tareas. Habitualmente no dejamos de responder los correos electrónicos ni los mensajes de texto del móvil. Para la mayoría de los adultos el trabajo es un prioridad, y es lógico que así sea. El secreto es constatar si cuando regresamos a casa el trabajo sigue siendo nuestra prioridad, o si somos capaces de desplazar ese interés a las demandas y requerimientos del niño pequeño. Será útil revisar la lista de obligaciones diarias que asumimos y ver si algunas de ellas son delegables. Si alguien nos puede ayudar, no cuidando del niño, sino haciéndose cargo de algunas tareas cotidianas que nos quitan tiempo y disponibilidad para nuestros hijos.

Recuperar su confianza

Todo niño pegador necesita ser más abrazado que antes. Todo niño agresivo necesita el calor de un cuerpo acogedor sabiendo que tiene permiso para permanecer allí, acurrucado, todo el tiempo que desee. ¿Hasta cuándo? Hasta que confíe en que no lo volveremos a abandonar. Hasta que constate una y otra vez que cuenta con nosotros, que no hay nada en el mundo que nos importe más que su bienestar. ¿Y cuánto tiempo puede durar eso? Un año, dos, cinco, diez, toda la vida… Depende.

¿Qué podemos hacer cuando comprendemos que el niño pide más presencia y cuidados de los que somos capaces de prodigar? Hablemos. Seamos honestos. Relatemos nuestras dificultades. Y luego busquemos sustitutos. En lugar de desmerecer lo que nos solicitan, reconozcamos que tienen necesidades especiales, que nosotros no somos capaces de responder según sus expectativas, pero que estamos en condiciones de pedir ayuda para satisfacerlos. Si estamos discapacitados afectivamente o contamos con pocos recursos emocionales, asumamos que ellos merecen, como mínimo, la explicación pertinente y modos posibles de resarcirse.

Consecuencias para el futuro

¿Qué sucederá si dejamos que las cosas siguen como están, sin intervenir ni modificar nuestra capacidad de amar? Pues que el niño organizará su sistema de intercambio afectivo a través de la violencia, que puede ser visible o invisible. Así, puede convertirse en un niño o joven golpeador. Siendo mayor y autónomo, ya no se sentirá con derecho a reclamar amor materno. Además, ni siquiera sabrá que eso es lo que anhela. Tal vez se convierta en un ser despóticamente exigente con sus padres, sus parejas o sus amistades. Creerá que tiene derecho a ser compensado siempre, pero por más que golpee, patalee o vocifere, una vez más, será despreciado por la sociedad en conjunto. Siendo adulto, los cambios dependerán de su capacidad de reconciliarse con su histórica soledad.

Artículo de Laura Gutman publicado en la revista española Tu Bebé del mes de Abril de 2009.

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